Me pasé toda la infancia cuidando de mis hermanos mientras mis padres salían de casa temprano para ir a trabajar en el campo. Cuando llegaban, escuchaba a mi madre cómo me contaba lo que en ese momento estaban cultivando y cómo fantaseaba con los platos que se podrían preparar con aquellos ingredientes si tuviéramos el dinero suficiente.

Crecí cada día imaginando el sabor de aquellos platos que por desgracia nunca llegamos a probar por la falta de dinero en la unidad familiar. Cuando mis hermanos y yo íbamos creciendo nos uníamos al trabajo en el campo para traer un sueldo más a casa, todos menos mi hermana Carmen, ya que el maestro hablo con mis padres y les dijo que era una niña muy válida para estudiar y todos en la familia estábamos dispuestos a darle la oportunidad de que lo hiciera.

El invierno de 1960 cumplía 18 años, una fecha que esperaba con gran ilusión y así habría sido si no fuera porque ese mismo día mi padre falleció al sufrir un accidente con un tractor mientras trabajaba. El dueño del cortijo, Don Julián, el cual nos tenía mucho cariño tanto a mí como a mis padres, le dio a mi madre una generosa cantidad de dinero para ella y otra por cada uno de los hijos.

Aquella noche, mientras consolaba a mi madre por la pérdida de mi padre, lo tuve claro. Le dije a mi madre que con aquel dinero abriríamos un bar. Por aquel entonces, en España el turismo estaba acrecentado más que nunca y era la oportunidad perfecta.

La idea dejó a mi madre en una encrucijada de sentimientos. Aun no sé en qué momento la ilusión le ganó la batalla al miedo. Ella era una gran cocinera y sabía que con ella al frente nada podía salir mal.
Semanas más tarde con el dinero que me pertenecía del que nos dio Don Julián abrimos el “bar Los García”. El nombre tenía que llevar el apellido de mi padre, porque de alguna manera aquello era posible gracias a él y la idea le pareció estupenda a mi madre desde el primer momento que se lo propuse.

La clientela llegó de momento y con ella mi nueva ilusión, Paquita la hija de Don Francisco, el maestro de mi hermana Carmen. Iba todas las mañanas a desayunar con su padre antes de marcharse a estudiar. No sabría explicar muy bien la tristeza que me daba cada vez que veía entrar solo a Don Francisco sin la compañía de Paquita.

Lo que sí recuerdo a la perfección son los nervios y el miedo que pasé la tarde de septiembre que fui a pedirle a Don Francisco la mano de Paquita, nunca había experimentado aquella sensación de vértigo, delante de la puerta de aquella casa con un ramo de flores para Doña Isabel, la madre de paquita, y el mejor vino que teníamos en el bar para Don Francisco.

Aunque Don Francisco me tenía bastante cariño y no puso inconvenientes en aprobar nuestra relación, recuerdo con bastante dolor cómo me advirtió que un bar no era suficiente para su hija y que nunca querría verla trabajando en él.

Y pensar que sería el bar donde no quería ver trabajando a su hija, donde se crió su primer nieto Antonio, como mi padre, que mientras Paquita daba clases en el colegio, se pasaba allí las horas conmigo y con su abuela aprendiendo cómo elaborar las especialidades que ya eran bastante famosas entre los clientes del bar.