Capítulo 4

«Sueño de Navidad»

 – No, bueno sí, bueno no sé – estaba dubitativo indeciso de decirle todo lo que me rondaba por la cabeza, a pesar que ya sabía que él de alguna manera me podía leer el pensamiento.

 – Adelante chico no tengas miedo, estoy aquí para ayudarte. – dijo amablemente.

 – Verás Gandalf, digo Claus – con tanto lío ya no sabía ni como llamarlo. – todo esto… – No pude seguir. Quería contárselo, desahogarme, pero no me salían las palabras, solo se manifestaban unas lágrimas descendiendo por la mejilla que en cuestión de segundos acabó siendo un mar de lágrimas inconsoladas que el viejo no pudo remediar.

 – Pero arriba el ánimo chico, que estamos en navidad y has hecho tu faena genial – mientras me abrazaba para consolarme e intentar cesar mi llanto que empezaba a dejarle mojado todo el trineo.

 – No quiero seguir con esto –dije.

No me apetecía continuar con la aventura acompañando a Claus. No me había dado cuenta antes pero de pronto noté un pesado cansancio sobre mí. Estaba agotado. Quizá el estrés, las emociones y el frío habían conseguido derrotarme. No me podía mover apenas, y lo único que quería hacer era acurrucarme en aquella manta que tanto había añorado inconscientemente.

 – ¿Quieres abandonar? –preguntó el viejo gordinflón que tenía a mi lado.

 – Sí. Ya no puedo más –contesté a duras penas.

Claus me miraba con decepción. Podía notar en su mirada fría su sentimiento hacia mí. Me incomodaba y no podía aguantarle la mirada. Así que bajé la cabeza, avergonzado y detuve mis ojos en mis zapatos.

 – No puedes abandonar ahora, Daniel –dijo, y apoyó su mano en mi hombro–, no puedes hacer con esto, lo mismo que haces siempre.

 – ¿Lo mismo que hago siempre? –pregunté, mirándole de nuevo.

 – Exacto. Lo mismo de siempre: abandonar –dijo con austeridad –, un par de casas más y podrás volver a tu vida, si eso es lo que quieres. Pero aún no.

 – Está bien… supongo que no tengo alternativa… ¿no? –estaba asustado, pero derrotado. No tenía apenas fuerzas.

 – Vamos a entregar este regalo –dijo, y cogió un enorme regalo del saco–, y pensaremos qué haré contigo. ¿De acuerdo?

Sin dejarme responder, se puso en pie y dio un brinco para saltar fuera del trineo. De pronto tenía una agilidad y unos movimientos dignos de un atleta. Nada que ver con la torpeza que había demostrado anteriormente. Ahora parecía, de hecho, un joven incansable de energía inagotable. Empezó a correr por el camino y, tras dar un saltito como un ciervo, trepó por la pared cargando el paquete en la espalda. Era asombroso.

Cuando alcanzó la chimenea me miró y alzó la mano, instándome a seguirlo. Así que me puse en pie, dejé la manta en el trineo y avancé. ¿Qué querrá ahora este viejo?, pensé mientras caminaba por el caminito de arena, acercándome a la casa.

A cada paso que daba, mis pies pesaban más, mis brazos caían a mis lados con más fuerza, mi cabeza se inclinaba hacia delante intentando combatir con la gravedad. Batalla perdida. Caí fulminado al suelo en cuestión de segundos. Estaba acabado. Santa no se inmutó, permaneció en el tejado de la casa donde la niña esperaba con ansias el regalo definitivo, o eso imaginaba yo, que apenas podía mantener los ojos abiertos.

–¡No te duermas! –gritó alguien en el interior de mi cabeza.

Supongo que era Santa, con su dispositivo de comunicación ultra-moderno; pero la cuestión es que surgió efecto. No sólo abrí los ojos de par en par, sino que había recobrado la energía. Estaba hecho un toro, y como tal, me puse en pie y comencé a dar zancadas, trotando por el camino en dirección a la casa. Aquella niña no se iba a quedar sin su regalo.

Troté enloquecido y cuando alcancé la pared brinqué con todas mis fuerzas. Agarré el alfeizar de la ventana y salté por los aires en busca de la chimenea. Parecía un maldito águila en busca de su cena. Llegué al tejado, esperando ver a Claus, pero él ya no estaba. Demasiado lento, aún así, para que me esperase ahí. Maldije mi somnolencia y pensé con todas mis fuerzas en comunicarme con él. No hubo suerte.

Pude ver a Claus en el interior de la casa, asomándome por el tejado y mirando a través de las ventanas. Estaba colocando un regalo envuelto en un precioso papel rosado con flores y copos de nieve. Tenía un enorme lazo lila colocado a la perfección. Daba pena imaginar a la cría destrozando semejante obra maestra. La misma cría que se asomaba por el pasillo. Somnolienta, pero seguramente consciente de lo que estaba viendo.

Las fuerzas sobrehumanas me abordaron de nuevo y me colé por el hueco de la chimenea. Debía intervenir, sacar a Santa de ahí sin que la niña lo descubriera, aunque era demasiado tarde…

Bajé por el hueco de la chimenea y me topé con un desierto de cenizas negras que se colaron por mi nariz y boca, era horrible. Tosí y tosí, lloré, me cayeron los mocos como si mi nariz fueran las cataratas del Niágara y me quedé ahí contemplando como la niña se llevaba las manos a los ojos mientras abría la boca de par en par al descubrir a aquel viejo gordinflón que la había cagado. Enhorabuena, Santa, la has hecho buena, pensé.

 – ¡E… e…. eres…. Santa! –farfulló la niña, sin poder creer lo que veía.

Santa no dijo nada; estaba quieto con el regalo aún en sus manos. Me miró con cierto desafío en su mirada, con furia en sus ojos, podría incluso decir.

 – ¡Daniel! ¡Lo has fastidiado todo! –gritó Santa.

Su voz invadió la habitación. Fue como un tsunami en do mayor que inundó el salón con un eco ensordecedor.

 – ¡Daniel! Siempre lo fastidias todo –dijo Santa alzando las manos y dejando caer el regalo.

El paquete cayó y produjo un sonido ensordecedor en conjunto con el eco de los gritos de Santa. Era apabullante, terrorífico. Las palabras se colaban por mis oídos y salían, volvían a entrar formando bucles infinitos. Santa seguía de pie erguido frente a mí, pero la cría había desaparecido. Aniquilada por los ruidos.

Santa se acercó a mí y me agarró del cuello del jersey. Me alzó y vociferó una y otra vez que era un egoísta, que siempre pensaba en mí y anteponía mi propio bienestar al de los demás, pero esta vez se equivocaba. Estaba cansado, casi dormido, pero él no lo sabía y me estaba castigando sin razón justificada.

 – ¡Daniel! Eres incorregible –sentenció Santa, después–, ¡Incorregible! –repitió.

Supongo que no vio mis lágrimas, supongo que estaba tan enfadado que era incapaz de leer mi mente y entender que no había provocado esto intencionadamente. Supongo que, en cierto modo, merecía ese castigo.

Santa no paraba de gritar, estaba enloquecido, con la mirada fija en mí. Cólera pura vestida de rojo, como sus ojos inyectados en sangre.

–¡Daniel! –gritó.

Y abrió la boca. Abrió su enorme boca llena de dientes que se volvieron amarillos, sucios y apestosos. Su boca se desfiguró, no podía ser humana, una boca tan grande como yo. Me alzó al aire y me soltó. Volé por un segundo, rodeado del eco de sus gritos que aún persistían en la sala. Y caí. Entré en aquel enorme agujero negro que tenía por boca. Cerró los dientes y ahí me quedé, encerrado. Pude oír algo en su interior, algo como: “hasta que no cambies, en mi interior permanecerás…”

 – ¡Daniel! ¡Danie!

Los gritos seguían, pero no eran los mismos. Eran de una voz más delicada, sin tanto eco ensordecedor. Abrí los ojos y vi a una chica vestida de duendecillo.

 -¡Despierta! –dijo la chica–. El jefe te va a matar como no salgas ya…

 – ¿El jefe? –pregunté desorientado.

 – ¡Sal ya!  –gritó, y me pegó un puñetazo en el hombro.

Me pesaba el cuerpo, y me dolía la cabeza. ¿Resaca? Quizá, pensé. Pero no, a medida que avanzaba por el pasillo, tras la chica que me despertó, empecé a recordar. Me había escondido del trabajo un ratito, había sido una tarea insoportable y necesitaba desconectar y descansar. Pero, entonces, todo lo del viaje había sido un sueño…

 – ¡Un sueño! –grité al recordar.

 – Sí, un sueño de media hora, payaso –dijo mi compañera.

Asomé la cabeza de entre los regalos del trineo y pude ver al Santa sentado en su sillón de jefazo. El que se reía de mí al escuchar mis susurros, aunque ahora lucía una barba más esponjosa y blanca. ¿Había cambiado su vestimenta mientras me había quedado dormido?

 – Hombre, Daniel –dijo Santa sin moverme del sofá–, ya ha terminado el descanso. Hay que seguir, ¿no?

Asentí con miedo. Había escuchado que era temible se se enfadaba y prefería no correr el riesgo. Al parecer no se molestó , o eso creía yo, de que me hubiera ausentado.

 – Vamos, siéntate a mi lado y apunta los nombres, como antes.

Le hice caso sin rechistar. Me senté y vi la enorme cola de niños y padres que esperaban ansiosos el turno para dejar sus cartas. Algunos llevarían media hora, o incluso más tiempo, pero reían, se mostraban emocionados. Enamorados de poder estar ahí y ver a Santa, aunque no fuera real.

 – ¿No soy real? –preguntó Santa a mi lado.

 – ¡¿Qué?! –me sobresalté.

¿Acaso este Santa podía leerme la mente también? Me asusté, por un momento, me pellizque de nuevo las mejllas, los brazos, las piernas, y todo, porque quería despertar si se trataba de un sueño; pero no podía serlo. Debía ser real. Era real.

 – Es real –susurró Santa–, vamos a recoger esas cartas para que pueda entregar los regalos, ¿no?

Asentí de nuevo, con una extraña sonrisa en mi rostro, impropia de mí, pero no se me ocurrió deshacerla.

 – Vamos, que la primera es una niña especial. Pero no la cagues esta vez.

Abrieron las verjas de madera y la primera de la cola entró en el “Reino de Laponia” que representábamos. Era una chica preciosa de unos nueve años con unos delicados rizos rubios que caían por su carita. De ojos azules y una sonrisa hipnotizadora. Se acercó a Santa y le dejó un sobre rosa con un sello lila.

 – Santa, este año quiero una manta roja, como tu traje –dijo.

 – Está bien, querida –contestó Santa–, dale tu nombre a mi ayudante y mañana tendrás la manta, ¿verdad Daniel?

¿Daniel seguirá en su sueño o ya despertó?

Deja en los comentarios qué crees ha sucedido con Daniel y no te pierdas el final de este fabuloso CuenHTo Navideño hecho con mucho amor por el Departamento de Redacción de Habbo Templarios.

¡Feliz Navidad!