Capítulo 1
«El inesperado viaje»
Hola, mi nombre es Daniel, y por alguna extraña razón mis amigos me llaman, el Grinch. No les entiendo el por qué, pero sinceramente para mi, la navidad sólo es para los niños, es un sinfín de lucro más que nada, como Halloween, es sólo para sacar plata a los padres. No es odio, pero a todos nos termina molestando ese sonido de las campanas o las canciones navideñas, vamos al baño y hasta ahí se terminan escuchando esos sonidos tan molestos…
Lo único lindo de estos días es que no me toca trabajar, o eso pensaba hasta hoy…
Fue un día en donde las sorpresas llovían, como por ejemplo, trabajar un día festivo y es que a quién no le enoja que su único día de descanso ¿le toque trabajar? y además usar un gorro rojo con orejas puntiagudas, hasta maquillaje me obligaron usar, mejillas ruborizadas… vaya payaso parecía, y lo que menos me esperaba, estar al lado del viejito pascuero. Como si fuera poco faltaba que se elevara y todo fuera real.
Santa Claus se reía de mi, estaba escuchando todo lo que murmuraba, y es que me dijo que trabajaríamos todo el día, me quería ver alegre y nada de reclamos porque la paga sería muy buena. Y desde aquí en adelante la magia surgió, me pidieron que anotara el juguete que pedía cada niño, para mi todo esto era extraño o nuevo después de todo. ¿Para qué anotarlo si se suponía que Santa no existía?, pero hice caso, sólo por aquella paga que añoraba, no entendía cómo la lista ya tenía los nombres de aquellos niños, si ni siquiera se sabía que irían o no. ¿Cómo Santa podía saber el nombre de cada niño? Quizás me están haciendo una broma pensé, después de todo, quieren que me vuelva fiel creyente de la navidad. ¡JÁ! como si se pudiera creer así de fácil. La lista seguía y seguía, las horas pasaban y pasaban, mi mentalidad solo era terminar el trabajo. A mi lado había una chica llamada Anna así que decidí pasarle la lista a ella y me escondí en el trineo a dormir un rato.
– Brrrr que frío hay acá. – dije desconsoladamente, y es que parece que me metí en la nevera. Cuando empecé a salir veía como la nieve caía, parecía que me encontraba en el polo norte, después de todo habían renos y osos polares, y cerca del río narvales y morsas.
Enojado y extrañado, decidí salir del trineo, pensaba que era un sueño, pero no podía manipularlo, era algo complejo que no podía entender, después de todo no era creyente de la navidad. No podía ser que estuviera en el polo norte como por arte de magia. Así que me pegué un par de pellizcos para despertarme.
Pero nada, parecía 100% real. Era la primera vez que llegaba a este lugar, si me quedaba mucho más rato aquí acabaría como Walt Disney. Me puse a ver qué encontraba por la zona. En menos de cinco minutos me di cuenta que no estaba nada mal apuntando los regalos de los niños, allí al menos estaba caliente y total me quedaba poco tiempo para cobrar. Ahora a saber cuándo vuelvo…
Alcé la vista y solo veía un desierto nevado. Abetos cubiertos de nieve, ni una casa, ni una persona, todo era fauna y flora. Seguí andando por la nieve espesa. Cada vez me costaba más andar. Me encontraba cansado, sudando con el frío del norte. Pensé que nada podía ir a peor, pero… Empezó a nevar. Para los de fuera puede parecer muy bonito, desgraciadamente si no vas preparado con guantes, un buen abrigo, bufanda y gorro no te hace ni pizca de gracia… Por suerte aun conservaba ese ridículo gorro que me habían hecho ponerme en el trabajo. Al menos conservaba mis orejas de la congelación. Aun así tenía que encontrar cobijo cuanto antes o crearme mi propio iglú. Recuerdo una vez que vi un documental (de esos que no ve nadie en la 2) y te decían como se construían, pero de ahí a que yo me acordara y me saliera iba un gran paso. Mi atuendo no era el idóneo, unos tejanos, una camiseta de manga larga y una chaquetilla. Menos mal que hice caso a mi madre cuando me dijo:
– Llévate chaqueta por si acaso, que hace frío.
Si lo llego a saber me cojo hasta la de esquiar.
Así pues, ahí estaba yo. Con una chaquetilla que dejaba pasar más frío del que rechazaba, con las manos al aire, un aire seco y frío que cuarteaba mis nudillos. Era insufrible, una razón más para odiar no sólo la Navidad, sino al invierno en general.
Estaba asqueado, molesto, y con nieve colándose por los tobillos a través de los calcetines empapados. Dios, lo que daría por una taza de chocolate caliente en un sofá bajo una manta y al lado de una enorme chimenea con leña ardiendo. ¡¿Por qué había accedido a trabajar en Navidad?!
Ah, sí. Porque necesitaba aquel maldito dinero que tanto codiciamos los humanos.
Empecé a refunfuñar bajo los copos de nieve, que si maldita Navidad, maldito capitalismo generacional al que nos han llevado los grupos gubernamentales cuando, en medio del monólogo reivindicativo, apareció una pequeña cabaña situada al pie de una colina.
Era un milagro, de esos que suceden sólo en las películas navideñas. Un milagro, repetí en mi interior dando zancadas como un elefante en busca de una charca. Hundía mis zapatos en el fondo de la nieve, intentando avanzar sin tropezar o caerme por la espesa capa que tenía bajo mí. Era molesto, sin duda. El sueño más molesto en el que había caído. Porque, no podía ser otra cosa que un mero sueño. Pero, ¿y si no?
Cuando llegué a la cabaña de madera estaba totalmente agotado. Sudando como un cosaco al pie de la puerta, y eso que no había cesado de nevar. Golpeé con fuerza, las últimas fuerzas que me quedaban. Una y otra vez, pero nadie y nada se movía al otro lado. Era como estar en una isla desierta y susurrar auxilio a un avión a miles de metros de altura. Era, como la Navidad en sí, sin sentido.
Me desplomé, sin fuerzas, golpeando la puerta con mi cabeza y acabando con la espalda sobre el manto gélido y blanco, un ataúd perfecto, pensé al recibir los primeros copos en la frente y nariz. Era una muerte inhóspita, vulgar, absurda. Que miseria la mía. Debí haber ocupado mi puesto de trabajo, escribir los nombres de aquellos estúpidos críos en una hoja, sonreír, recoger mi talón y marcharme a casa a tomar un coñac o algo que calentase mi cuerpo. Pero no, ahora iba a morir congelado en medio de la nada.
Los ojos se me cerraban, notaba el peso de los párpados, un peso desproporcional, cuando un halo de luz roja iluminó el cielo desde un extremo hasta otro, acercándose a gran velocidad hacia mí. Con un ligero tintineo de campanas al fondo, acompasado con las riendas de unos animales que trotaban en el cielo. Y, sin oponer resistencia alguna, me desmayé.
– ¡Bebe, pequeño granuja! –dijo una voz prominente y varonil cuando recobré el sentido.
Era un viejo, un absoluto y gordinflón viejo con una espesa barba que le caía hasta el pecho, tupida, más blanca y pura que la misma nieve de afuera, más suave que el cojín que tenía en mi cuello. Daban ganas de abrazarla y acurrucarte. Un perfecto algodón de azúcar del más impoluto blanco. Era maravilloso.
–¿Qué hacías ahí fuera así, muchacho? –dijo alzando una taza de la cual salía humo, un volcán de chocolate caliente en el interior de la taza, que ansiaba salir y encontrar cobijo en su estómago.
No respondí, estaba atónito ante semejante situación. Estaba incrédulo. Tenía ante mí al mismísimo Gandalf…
– ¿Pero que haces aquí? -pregunté perplejo, era igual que en las películas.
– Eso mismo te pregunto yo, ¿Qué demonios hacías allí fuera? Has estado a punto de morir congelado. Y mírate como vas si esa chaqueta me la pongo yo en verano -respondió el hombre mientras yo bebía un poco de la taza que me había dado. Ese chocolate estaba exquisito, quizás estaba en suiza y este era el maestro chocolatero.
– Gandalf… – era lo único que salía de mi boca. Quería hablar con él, preguntarle muchas cosas. No entendía nada de lo sucedido. Pero en ese momento mi cuerpo no respondía.
– ¡Como que Gandalf! Pues sí que estás perdido – fueron las últimas palabras que escuché antes de caer en in profundo sueño.
Cuando desperté de mi letargo ya no nevaba. Me encontraba en una gran cama muy acolchada, la típica de los anuncios de teletienda. Me dolía todo probablemente de dormir tanto, tenía la sensación de haber dormido doce horas y aun así seguía teniendo sueño. No recordaba nada, no sabía que hacía en esa cama. Lo último que recuerdo fue hundirme en la espesa nieve , bajo la tormenta con el frío que te calaba los huesos.
Entonces apareció él. Gandalf de nuevo. De golpe recobré el sentido y recordé que era la segunda vez que me desmayaba en el día. Me quise reincorporar con calma, no fuera que la patata no aguantara tantas emociones fuertes y volviera a caer desplomado en esa cama.
– ¿Cuanto rato he estado durmiendo? – le pregunté a Gandalf. Mira que había preguntas más importantes para hacerle, pero esta fue la primera que se me ocurrió.
– Buenos días pequeño saltamontes, veo que ya te has despertado tan impaciente como hace dos días – añadió Gandalf, mientras preparaba unas tostadas para desayunar.
– Como como… ¿Cómo que dos días? He estado dos días durmiendo? – pregunté sobresaltado.
– Así es, no había visto nunca alguien dormir tanto. Parecías en coma. Tienes que tener hambre. Acércate y cómete unas tostadas – me ofreció unas tostadas que había en un plato encima de la mesa, mientras él untaba la suya con mantequilla y se la llevaba a la boca. – Hoy es la noche más importante del año, vas a necesitar energía.
– ¿Qué ocurre hoy? ¿Y de dónde has salido? ¿Dónde estoy? ¿ Qué hago aquí? ¿Y por qué estás tu aquí? ¿ Y Frodo? Deberías estar con él. -De golpe lo cosí a preguntas, no entendía nada y necesitaba respuestas.
– Para empezar no soy Gandalf, siento decepcionarte Daniel.
– Espera! ¿Cómo sabes mi nombre? – le interrumpí de repente.
– Déjame explicarme que te alteras, poco a poco que no quiero que te desmayes de nuevo, sino no llegamos – ¿A dónde teníamos que llegar, era una carrera? Por si acaso decidí no interrumpir y el prosiguió. – Como te iba diciendo, todas las preguntas del mundo Tolkien no tienen nada que ver con el tema. Yo soy Claus, Santa Claus y nos encontramos en mi casa en Laponia. Esta noche es noche buena y mañana Navidad y aquí es dónde entras tú.
– ¿yo? -dije incrédulo mientras me comía las tostadas ya que me estaba muriendo de hambre y no me había dado cuenta hasta ahora.
– Sí, tu. Te necesito para poder entregar todos los regalos a tiempo esta noche. – dijo con una sonrisa de oreja a oreja, confiado de que fuera a aceptar.
No entendía como aquel hombre llegaba a pensar que lo ayudaría, todos los que me conocían sabían que lo único que me gustaba de aquellas fechas eran los dulces y las comidas abundantes, el resto a mi me daba igual.
Lo siento, pero no puedo debo volver a casa, mi familia estará preocupada.- Intenté ser educado, a fin de cuentas aquel hombre me había dejado dormir en su casa, me estaba alimentando y emanaba de él un aire de amabilidad que de alguna forma me obligaba a serlo.
-Creo que tu familia entenderá que llegues tarde cuando le cuentes el motivo. –En sus palabras había una calidez que por algún extraño motivo no quería que dejara de hablar.
-Ya… Bueno, es que… A mí no me gusta la Navidad ¿Sabe? –Esperaba que con aquello se olvidara de que lo acompañara.
-Lo sé, por eso quiero que me acompañes.
-¿Cómo va usted a saberlo? -Se lo estaba inventando seguro.
-Daniel, ¿Crees que todo lo que te ha ocurrido es casualidad?
-¿Qué iba a ser si no?
-La magia de la Navidad, aquella oferta de trabajo como mi ayudante no fue una casualidad, yo hice que te llegara, las personas como tu Daniel, aquellas que han perdido la ilusión por la Navidad y que incluso llegan a odiarla son, a las que con mayores motivos, hay que enseñarles lo mágico de la Navidad.
No me creía lo que me estaba contando, era lo típico que se decía por estas fechas y el solo quería que lo ayudara, me sorprendía lo que la gente era capaz de decir porque hagan lo que ellos quieren.
-No quiero que me ayudes por obligación, quiero que decidas darle una oportunidad a la Navidad.
¿Cómo podía saber lo que estaba pensando? Quizás mi cara reflejaba mis pensamientos, pensándolo mejor, ¿Qué podría perder acompañándolo? A fin de cuentas si se iba me quedaría aquí solo sin saber lo que hacer y quizás de esa forma podría volver a casa.
-Está bien iré contigo y te ayudare esta noche.
-Jou jou jou no te arrepentirás muchacho. –Tenía una risa de lo más divertida y me hizo sonreír.- El primer sitio donde pararemos será en Nairobi, capital de Kenia, en una humilde vivienda.
Sin darme más detalles cargó un saco enorme que parecía pesadísimo y salió a la calle donde lo esperaban unos renos preciosos enganchados a un trineo, se subió a éste con más agilidad de la que me esperaba y me hizo un gesto para que me sentara a su lado, subí y agitó suavemente las riendas de los renos, unos cascabeles sonaron y los renos comenzaron a moverse y a ascender poco a poco.
¿Qué crees sucederá en Nairobi?
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